Para día grande, en el inamovible calendario del tiempo, que con precisión y tino va consumiendo sus etapas, el de ayer, de antañonas celebraciones e historias de arcanos de pétreos monumentos levantados en su honor, cuando el año se partía en dos y el sol se regodeaba en lo más alto de su fogoso trono y la primitiva gente, con un conocimiento que no tenía nada de primitivo, saludaban la llegada de la estación, porque todo en ella, calor y rayos de luz, presagiaba vida.
Uno lamenta, amordazado por las modernas y vanas corrientes de pedestre ignorancia que es el pan nuestro de ahora, que como otras muchas anodinas, transcurriera tan memorable jornada anual; teniendo bien en la memoria, que aparte de ese mágico desfile de geométricas luces, curvas, hemisferios, inmovilidades y líneas que dibuja en nuestro horizonte el fogonazo del solsticio, a su sombra, había más cosas que festejar, como sería, para los muchos que todavía andan arañándole minutos al día para llenarlo de algo más de sentido, que constaba como el de mayor duración del año, que, de ser juiciosos y no unos atolondrados, bien podríamos haber empleado, no en criticar por harto sabida la marcha del país o la maldita corrupción que no para, o la femenil y constante humillación, sino esta vez, tratando de hacer un alto en el penoso caminar de las cosas, de la existencia, en dar un lavado a nuestro cerebro, por muy fugaz que este fuera, y dedicar todo ese longevo día a leer sin descanso, a pasear sin hartura, a devorar míticos filmes, o, a hasta la extenuación, dar cantando por bajines, cobijo a un exclusivo pensamiento: el de que un año más, un solsticio más, es la vida la que nos acompaña.