DE LEYENDAS QUE ESTÁN
VIVAS LES CONTAMOS
A estas horas de una cálida mañana, con un cielo deslumbrante de azul que daña la vista, libre de nubes, nadie diría que es enero, el que con su zurrón pleno de fríos, de hielos y otros gélidos y apabullantes elementos, a otros escenarios acostumbra a mostrarse, huraño y dispuesto a que temblemos lo que no está escrito.
A estas horas de una cálida mañana, con un cielo deslumbrante de azul que daña la vista, libre de nubes, nadie diría que es enero, el que con su zurrón pleno de fríos, de hielos y otros gélidos y apabullantes elementos, a otros escenarios acostumbra a mostrarse, huraño y dispuesto a que temblemos lo que no está escrito.
A lo suyo sí que va, concienzuda,
terne, y sin el menor atisbo de duda, esa cabra payoya, de las bravías de
Montejaque y de las grazalemeñas sierras, que, como las demás, no tira al monte
sino a nuestro formidable Tajo, aunque este, cierto es, mucho tenga de risco,
entre miríadas de cualidades más. Tan sorprendente es el animal, como para
haber dado ya, o eso creemos, pie a un leyenda, más de admirar por estar ella
ahí, a nuestra vista, si se la persigue.
Allá por comienzos de 2017, queremos
recordar, nos ocupábamos en un libro de Editorial de la Serranía, del
infatigable José Manuel Dorado, de titulo Ronda
de leyendas, de la que había ido tejiendo en unos años esta cabra, pues
algunos recorridos llevaba su andadura ya, la cual, por propia voluntad, sin pastor, caramillo al que obedecer, rebaño en
el que a gusto triscar, ni aprisco donde reposar, como un moderno eremita, a
remedo de los que dieron humano aliento a la Virgen de la Cabeza o a los
Descalzos Viejos, enclaustrado se había a la parte más cercanas a esos hitos
monásticos de nuestro pasado.
Parte de su desconocida aventura
sería detectar cómo vino a parar a terrenos del rondeño abismo. Se cuenta que,
por estar moribunda, desterrada fue de su piara, para no alarmar a las demás y
que en soledad muriera; y, también, que,
en realidad, lo que ocurriera es que nadie más que ella fue la que se propuso abandonar al rebaño en descuido de su cabrero.
Como tales hechos sucedieron fuera del ámbito del Tajo, tampoco noticias hay de
la forma en que llegara allí. Pero, en cualquier caso, lo que cierto es que no por las rendijas
fracturadas de la historia, como la mayoría de las leyendas, se coló la suya,
sino que, en cambio, se forjó sin otros elementos ulteriores, que los propios
aportados por ella.
Con una muerte pronta, es posible
que lo que era ya leyenda urbana, aunque siguiera siéndolo, contuviera a partir
de entonces más paja que mieses, más prosa que versos, algo que muchos nos
temíamos estuviera sucediendo tras un tiempo sin divisarla, ni nosotros ni la
legión de admiradores que cotidianamente con la ilusión de contemplarla y
hablar de ella y su historia, hasta las abruptas laderas próximas al Asa de la
Caldera se llegaban por donde solía mostrar con frecuencia su caprina presencia,
casi besando los muros del Paseo de los Ingleses, un poco a regañadientes, no
fueran a apresarla, y perder su preciada
libertad, tan a pulso conquistada.
Un rotundo mentís a la posibilidad
de haberse mudado a ultraterrenos pastos, ha dado estas últimas semanas el
escurridizo y astuto animal, dejándose ver de nuevo, y, hay que decir, con
cierto aire de desafío para los más incrédulos, surgiendo como un atractivo más
de los muchos que ofrece el precipicio, dejándose retratar con mayor solicitud
que antaño y mostrando que ni siquiera persistentes sequías, desaforados
calores o tremendas gotas frías, han afectado a su robustez y estupenda estampa
serrana.
Pese a que se crea
lo contrario, no es un permanente soliloquio el que mantiene en su retiro, pues
para eso tiene en su mismo abisal hábitat a canoras avecillas, mudables céfiros o raras flores y plantas
entre las breñas, que le prestan abrigada compañía; pero que, sin embargo, para
más disfrute y solaz, muy últimamente,
al caer la tarde, cuando todo calla ante la llegada de las primeras sombras,
nos dicen los que están atentos a sus sigilosos desplazamientos, que, sin que
falten un día, se la ve en petit y
apretado séquito en unión de dos montesas de luengos e intricados cuernos, que
aprovechando toda esa quietud, desde pinas alturas, donde moran, descienden.
Más nos gustaría saber para contarlo de esta payoya, a la
que puede que su sangre, la de sus ancestros, empuje a recrear tiempos menos
angustiosos para el abismo, cuando todo en él, en nuestro Tajo, era rural,
campestre, llenos de diminutos bosques, hazas labrantías y senderos por las que transitar, con pocas viviendas
que no fueran las de los que roturaban sus tierras, y el tenue culebreo del
Guadaleví, libre de tantas deplorables y patéticas piscinas como ahora hasta sus
márgenes se acercan.