Tantos meses hacía que no veíamos a los cielos derramar sus lágrimas, que hasta eso: ganas de llorar le dan uno cuando extasiado contempla al agua precipitarse de la mejor manera posible, esto es, con intensa verticalidad, en profusas cortinas, mudando y aseando un paisaje que ya necesitaba, como alguna vez todos, darse un vuelco, renovarse. Y es que, además, como por el mundo anda tan revuelta la atmósfera, nunca se sabe, si con esos enormes y alarmantes vaivenes que la atosigan y matan, lo que hoy es sur a no tardar será norte, y si lo que hoy es agua calma, en un futuro no muy lejano, serán avasalladoras inundaciones que a comerse calles, aceras y ventanas vendrán.
Esperanzas tenemos, no obstante, de que los puntos cardenales y la fuerza de los elementos que de ellos dimana, se queden donde están y que cada uno, por sólitos y ya conocidos sus efectos, sepa a que atenerse, como siempre; pero si, por manos del infierno en que la humanidad ha convertido a su planeta, así no fuera, gocemos esta mañana con la felicidad de la lluvia, su placidez, su fecundidad, su generosidad sin límites, que, a no dudar, nos hará verter lágrimas cuando no llegue, cuando sea nada más que un recuerdo que contar a nuestros hijos.